sábado, diciembre 12, 2009

Luces

Por la ventanilla del colectivo las luces se amontonan... rojas, verdes, amarillas. Revolotean como polillas en la noche de Buenos Aires, dispuestas a comerse todo a su paso: edificios, barrios, colectivos y transeúntes.
El chofer del colectivo no las mira, no siente su brillar contínuo como un acechante relámpago de semáforos y ventanas. Aprendió a evitarlas, a ignorarlas, para no caer en la tentación de detenerse y mirarlas.
Los pasajeros tampoco miran las luces, sólo miran calles, carteles. Los árboles son escenario, las personas, curiosidades de etnólogo. Las luces son puntos de color en el telón de fondo.
El colectivo se detiene. Las puertas no se abren. Los pasajeros no descienden. ¿Es que por fin ha hecho efecto el hechizo de Diana, y las lunas abrazan a la gente ensimismada? ¿Es que el chofer ha olvidado su estrategia, y sucumbió a los rayos incesantes de las luces, del brillo de las veredas?
Como despertando de un sueño, las bocinas irrumpen en el encantamiento (como esos príncipes azules que venían a romper el hechizo, despertando a las princesas a una vida aburrida de casamientos y tratados de guerra, obligándolas a romper los lazos con sus sueños, sus aventuras, quizás, de abogadas y periodistas).
El chofer despierta, sigue su camino. Los pasajeros se miran, vuelven a estudiarse con ánimo de etnólogo, o, mejor, de entomólogo, analizando antenas y vértebras extranjeras. Las luces los dejan pasar, aburridas de tráfico y de luces.

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