jueves, julio 13, 2006

Llovizna

Esas lluvias tan porteñas, que los paseantes no saben si salir con paraguas o en mangas de camisa, para que el burbujeo les empape los brazos de nácar, y humedezca los muslos de retazos en minifalda.
Para que el sabor rosáceo de sus gotas llene de sal los ojos de los ciegos, y se confunda con el rocío entre las manos.
Esas lluvias que mojan hasta la médula, las medianeras, el mediodía. Que secan los labios al dejar la boca abierta para, después, humedecerlos con la savia de algún árbol.
Lluvias frutales, con olor a mandarina, a mentolada tierra, a trabajo.
Lloviznas polvorientas que embarran las uñas y los dientes.
Esas mismas lluvias que hacen que los chicos salgan de la escuela, y miren hacia el cielo, y jueguen a atrapar las gotas en los labios, a beberse la atmósfera entera, a tragarse el universo, a crecer hacia la tierra, a discutir con las hormigas... y sin embargo pierden, porque las lloviznas porteñas tienden a caer en las narices.

viernes, julio 07, 2006

Tentación

Tentación de bailar el amor,
de hacerlo entre dos pasos de vals y un traspiés articulado.
De besarte las piernas, dando vueltas carnero a la manzana.
Inyección de baile en mis pupilas,
destramar con ambos senos una milonga,
un destello de cristal entre los dedos,
el vaivén de unos zapatos monstruosos,
que bailan solos y de un salto enamoran a las lenguas.

Búscame entre la gente, silbando notas.
Mis medias caladas llevan tu mapa entre los dientes,
y la lluvia es testigo de mis hombros desnudos.
Cántame un bolero con los labios calientes,
con el pucho en la boca,
que bailaré anclada a tu entrepierna,
con un corazón que desborda
este busto de arcilla.

Ser una estrofa de este tango,
repetir en la ansiedad el estribillo,
y coser una sonrisa a nuestros labios
cuando el reloj dé las doce,
cuando canten los grillos.
¡Qué ganas de hacer el amor bailando,
besar tus manos
y escapar como luciérnaga!

Otra mañana de lluvia

Se suceden las paredes de óxido y mampostería. Dejan a la vista los claveles.
Un aire salobre impregna las fábricas, y los arcaísmos de la arquitectura y las ventanas.
Las patentes pasan y muerden el barniz dilatado en el pomo. Por la mirilla observo los techos de plástico iridiscente.
Un gato se asoma por el zapato de una mujer con bolso de cartón y guantes de arena, de ladrillo, de ensaimada y pescadora, tal vez una vida antes, dos o tres ciudades más lejos.
Las bañistas no consumen, aquí, la palidez extasiada del cosmos. Sus pupilas no pasean como girasoles por las desoladas calles de aserrín, como gatas en celo entre los obreros, en mangas de camisa.
Una niebla que no es la de Londres esquiva a los automovilistas, que corren tras otras patentes, mareados de monóxido, en el sauna natural de los suburbios.
Sensación prénsil de aguja y llamador de bronce. La pintura de las casas, con su perfume a matadero, desborda mis mejillas y pinta la superficie de mis entrañas.
Otra mañana de lluvia sobre el colectivo...