domingo, diciembre 20, 2009

Silencios

Anoche soñé una serenata.
Te la canté al oído
y toda la ciudad aullaba,
como un perro embravecido,
royendo su hueso
de amores empapados.

La ciudad te cela,
te guarda de la noche,
de las miradas indiscretas.
Te oculta en su vaporoso susurrar,
con luciérnagas que bailan,
distrayéndome.

Intentan que no te robe los ojos,
la mirada indiscreta,
la saciedad de los instintos.

Pero yo insisto,
mis dedos son la vanguardia,
buscan un rincón por donde entrar a tus poros.
Buscan la fragilidad de la piel,
el silencio de las manos,
los labios cerrados,
casi,
casi cerrados,
entreabiertos.

Te canto una canción,
mis ojos acompañan con un ritmo tintineante.
Te canto una canción,
te digo dos versos,
y la noche te guarda
en un mundo de sueño,
de cotidiano descanso,
de besos mojados.

domingo, diciembre 13, 2009

Aventura en Nueva España

Solipsismo mexicano, la ronda ronda de noche, sino no es ronda, es algarabío, es verbena, son flores rojas en el balcón de anoche. Si no hay serenatas en tu puerta ronda de noche por la mía, te regalaré tres notas azules de mar bravío, tres rancheras y un par de tortillas. Para que no te comas los huevos... la serenata recién empieza, déjame escuchar en tu puerta.
Como una mano que acariciara el viento, como si el viento se dejara acariciar, como si la caricia fuera el látigo que doma al caballo violento. No quiero serenatas en mi puerta, no quiero flores en mi ventana, no quiero tener que regarlas con lágrimas callejeras cada madrugada, despierta de pestañas y corazones violentos. Y el caballo sereno. Y la serenata violenta, que abre los cerrojos de mis puertas.
Si cada palabra es una piedra, que golpea mi ventana, me despierta en camisón y me entreabre las piernas. Si cada suspiro, cada silencio, cada vacío instante en el que no cantas tu serenata, es una lágrima que riega mi instinto, de caballo violento, de yegua embravecida, de mar sereno.
Oh, demiurgo insensato que al acariciar me creas! Cántame con tus palabras-piedras, la serenata que cantabas esa noche. Las flores rojas se marchitan, y con su regar de sangre dejan el rastro de una canción, que se pierde en la noche de América.
Tan tierra, tan tierra soy, que te abro mis flores rojas, hambrientas de lluvia, para que me cantes un amanecer de tierra.

sábado, diciembre 12, 2009

Luces

Por la ventanilla del colectivo las luces se amontonan... rojas, verdes, amarillas. Revolotean como polillas en la noche de Buenos Aires, dispuestas a comerse todo a su paso: edificios, barrios, colectivos y transeúntes.
El chofer del colectivo no las mira, no siente su brillar contínuo como un acechante relámpago de semáforos y ventanas. Aprendió a evitarlas, a ignorarlas, para no caer en la tentación de detenerse y mirarlas.
Los pasajeros tampoco miran las luces, sólo miran calles, carteles. Los árboles son escenario, las personas, curiosidades de etnólogo. Las luces son puntos de color en el telón de fondo.
El colectivo se detiene. Las puertas no se abren. Los pasajeros no descienden. ¿Es que por fin ha hecho efecto el hechizo de Diana, y las lunas abrazan a la gente ensimismada? ¿Es que el chofer ha olvidado su estrategia, y sucumbió a los rayos incesantes de las luces, del brillo de las veredas?
Como despertando de un sueño, las bocinas irrumpen en el encantamiento (como esos príncipes azules que venían a romper el hechizo, despertando a las princesas a una vida aburrida de casamientos y tratados de guerra, obligándolas a romper los lazos con sus sueños, sus aventuras, quizás, de abogadas y periodistas).
El chofer despierta, sigue su camino. Los pasajeros se miran, vuelven a estudiarse con ánimo de etnólogo, o, mejor, de entomólogo, analizando antenas y vértebras extranjeras. Las luces los dejan pasar, aburridas de tráfico y de luces.